*Artículo de opinión escrito por Miguel Cornejo, responsable de relaciones con asociaciones y entidades publicado en Diario de Navarra el 21 de julio de 2017
Ya se acabaron las fiestas de San Fermín 2017, ya ha vuelto Pamplona a vestir multicolor.
Mientras unos hacen maletas, otros pasan revista a unas fiestas que han sido, como siempre, peculiares, y que este año dejan un poso agridulce. Y es que ha habido muchas pequeñas cosas, y alguna no tan pequeña, que han quitado a la fiesta un poco de gracia. Y muchas, demasiadas, tienen que ver con el grupo que controla el Ayuntamiento. Un grupo empeñado no en integrar las culturas de Navarra sino en dividir a los pamploneses e imponer sus símbolos y gustos.
La politización visible de las fiestas comenzó una noche antes con la acostumbrada docena de jóvenes recorriendo lo Viejo con una escalera para colocar banderas separatistas en el alumbrado público y a través de las calles. Y como de costumbre también, ahí se han quedado todas las fiestas. Siguió durante el chupinazo con una ikurriña colocada en el último segundo para burlar la esperada acción judicial y policial. Se extendió a una convocatoria al recuerdo de Miguel Ángel Blanco hecha con apenas dos horas y en la que rehusaron integrarse varios concejales de Bildu. Incluyó una concentración de apoyo a los agresores de los guardias civiles de Alsasua en el lugar más concurrido de la ciudad y con pleno apoyo municipal. Y no extraña que acabara propiciando excesos como el ataque a la casa de los Baleztena, en la propia Plaza del Castillo, por tener el atrevimiento de exhibir una bandera española en Pamplona. Las ganas de hacer la fiesta participativa (ironía implícita), accesible, apolítica y agradable a todos se han notado por todo el programa de actos, desde la elección de grupos musicales (y sus canciones) hasta la recogida de los gigantes. La afirmación identitaria de algunos ha dado un color menos amable a la fiesta de todos. Pamplona ha estado mucho menos llena que de costumbre, una bajada de asistentes superior incluso a la disminución en kilos de basura o delitos denunciados. No sólo los hoteles sino la calle han acusado la ausencia de muchos habituales que han evitado la fiesta (hay más reservas para agosto de las que hubo en San Fermín). El mal tiempo y el miedo al terrorismo han jugado sin duda una parte pero no son todo. La imagen de la fiesta se ha deteriorado mucho y de golpe. Convertir las agresiones “sexistas” en el eje de la comunicación municipal ha convencido a muchas de que Pamplona no es segura en fiestas. Pregonar que “a ver en qué otra ciudad el Ayuntamiento apoya a una mujer agredida” no sólo es injusto con otras ciudades, es que está por ver el efecto disuasorio de tanto despliegue. Si es que es disuasorio y no de llamada. Las medidas de prevención y educación son necesarias, pero no se han hecho bien. Y si esa muestra de incompetencia es la más grave para la ciudad, no ha sido la única. La mayor atracción durante las fiestas (por cifras del Ayuntamiento) son los fuegos artificiales, que este año han decepcionado masivamente, salvándose apenas tres. Si el año pasado la selección estuvo clara (ganadores de otros años) este parece que se les olvidó hacerla.
De todo este clima de decepción y división ha sido protagonista especial el alcalde. Asirón ha hecho lo que ha querido, pero también ha recogido lo que ha sembrado, con al menos tres pitadas masivas que por desgracia resumen la fiesta. Una, cuando desplegó la ikurriña antes del chupinazo: abucheo ensordecedor ante la invasión de símbolos ajenos. Otra, cuando presidió la corrida: una pitada mayor que cualquiera de las que se recuerda contra Maya o Barcina. Y otra en el Pobre de Mí, que se buscó esmeradamente. No sólo habló en euskera (que seguimos sin hablar la inmensa mayoría de los que estábamos) y cerró la fiesta sin mencionar una sola vez al santo que le da nombre, sino que ni siquiera dijo lo que todos deseamos oír en ese momento: que ya queda menos. Pero es verdad que ya queda menos. Cada vez queda menos para 2019, cuando los pamploneses podremos votar de nuevo y decidir si queremos un ayuntamiento más preocupado
por hacer saber quién manda ahora a la mitad de la población que no les ha votado que en resolver los problemas reales de la ciudad, o preferimos gente constructiva. Pamplona se merece soluciones y política útil, no sectarismo, división e incompetencia.