*Artículo de opinión de Roberto Sánchez, profesor de Filosofía, filósofo y afiliado a C’s Navarra publicado en Diario de Navarra el 5 de noviembre de 2016
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En una deliciosa novela del orondo escritor G.K. Chesterton se nos cuentan las hilarantes peripecias de un don nadie, que por esos vaivenes de la fortuna, acaba siendo nombrado rey de Londres. Es elegido porque representa a la perfección la medianía del hombre moderno; vulgar como hombre, como déspota perfecto. Este rey advenedizo empieza a decretar leyes a cada cual más extravagante, como suele suceder con todo aquel que desempeña un cargo de cierta responsabilidad. Su principal propósito es que la ciudad recuerde su antiguo esplendor medieval y para ello sus decretos tendrán la arbitrariedad de los torneos de justas. Uno de sus primeros edictos consiste en dividir la ciudad siguiendo el plano de sus cuatro antiguos burgos. En cada burgo mandará un preboste y todos los prebostes formarán la guardia pretoriana cuatripartita de este atípico rey. Leyendo esta novela no he podido dejar de pensar en muchos alcaldes en general y en uno que tenemos muy cerca en particular; y es que, como decía Oscar Wilde, es la naturaleza la que imita al arte y no a la inversa. Cada día nos levantamos de la cama sobresaltados y desde el primer respingo nos preguntamos ¿Será verdad lo que ha dicho mi alcalde o lo habré soñado? Este desconcierto inicial se va transformando en curiosidad y a veces hasta en impaciencia. Queremos conocer la última ocurrencia del último alcalde del último rincón del mundo. Alcaldes que como auténticos virreyes arreglan el mundo a expensas de la política municipal ¿A quién le importa la gestión de las basuras cuando uno puede resolver los problemas que han asolado a toda la humanidad desde sus orígenes? Su objetivo son las estrellas no el alcantarillado. En Pamplona tenemos un alcalde experto en burgos medievales y en casas torre con un programa de gobierno bastante chestertoniano. Que no le gusta algo, arría una bandera; que le gusta, pues la iza. Aunque todos sabemos que su auténtica bandera es la del mástil vacío. Su alcaldía es su castillo y el balcón de ésta su torre del homenaje. Las banderas ondean dependiendo de sus sentimientos, son sus particulares pañuelos de tela donde enjugar las lágrimas. Nuestro Napoleón de la Navarrería no tiene que envidiar nada al de la novela. Levanta muros entre los ciudadanos, disfruta con el juego de los estandartes, tiene grito de guerra y cualquier día en el desfile de autoridades saldrá con cota de malla. Si uno defiende literariamente el Estatuto de las Ciudades, el otro es un Cid del derecho a decidir. Ambos exhiben su nacionalismo rampante como sustituto de una religión muerta. Nuestro alcalde gana batallas a diario y nada es más urgente para él que el pasado. Cualquier día le veremos pasando revista con la mano en el pecho. Siempre buscando compatriotas en territorios ajenos y despreciando por foráneos a sus vecinos. Rey de la pantomima, su alma siempre va vestida de autoridad. El águila negra augura sus decisiones y tiene el don de la infalibilidad. Política para las escuelas: los pajaritos que puedan cantar y no quieran cantar, tendrán que cantar a la fuerza. No es de extrañar que para él la política no sea sino coser y cantar. Al principio de sus decisiones esperábamos la frescura de lo nuevo, sin embargo, el aire puro de la mañana pronto empezó a oler a cerrado. Hay una clara diferencia entre que nuestros políticos se pongan en ridículo o que pretendan ponernos en ridículo a nosotros. Lo que para algunos es sólo una broma, para otros es una pasión, y ahí radica exactamente la diferencia entre el humor y la política por un lado, y el fanatismo por otro. Nuestro alcalde se siente un poco artista, eterno actor que interpreta la farsa del patriotismo. Defensor de su tierra como si la fuera a perder. Nunca se enorgullece de lo bueno sino que se vanagloria de su pequeñez y es a esta pequeñez a la que llama decidir. Las aves nunca deciden en su vuelo la jaula ¿Haremos los ciudadanos lo contrario? Para nuestro alcalde el presente es el pasado, así que no sería de extrañar que cualquier día nos haga volver a las Cruzadas. Lo más curioso es que a esa actitud la llamen progresismo y cambio; cambio sí, pero como cambian las nubes, formas etéreas sin ningún anclaje en la tierra, siluetas errantes que desaparecen en un parpadeo. En lo que también se parece el cambio del gobierno a las nubes es en que de vez en cuando nos cae un chaparrón. Curiosos tiempos en que los reyes no son nada y los alcaldes son virreyes. Alcaldes populistas que gobiernan contra la mitad de su población. Vivimos en una época en la que nos creemos todos tan listos que cuando vemos a alguien que no lo es le seguimos como a un Dios. Dios salve a nuestro Napoleón. Por cierto, el de la novela se llama Auberon. Hasta en los nombres es a veces el arte malicioso.